Nota del editor:
Beto Ortiz en su
libro: Maldita Ternura (2004) nos
relata -en un sabroso capítulo- cómo fue el inicio de su sueño del programa
propio y de qué forma un canal de televisión (mejor dicho: un solo programa) le
dio la mano a un candidato -que salió de la nada- hasta convertirse en
presidente de una Nación. Los personajes son ficticios aunque fácilmente
reconocibles. Lo paradójico es que una vez en la presidencia, el personaje
aquel, persiguió al periodista, quien acabó laborando de cocinero en un
restaurant de Estados Unidos. Gajes del Oficio. Aquí la crónica -que
es una especie de mea culpa- redactada con fina ironía y que todo peruano tiene
el derecho y deber de conocer.
(El artículo fue publicado en la revista OK Nº 144)
Cómo convertir a un pobre diablo
en Presidente
BETO ORTIZ
Era una noche que
había estado esperando durante muchos años –durante treinta y dos para ser
exactos- así que no era tan extraño que mi amistad ante la inminente llegada de
las abracadabrantes gemelas Iraola, deseadísimas y peruanas conejitas Playboy del 2000, me hubiera obligado a
cambiarme varias veces de camisa, gracias al amplio y colorido stock
proporcionado por nuestra marca auspiciadora. Era la noche de debut de Beto A Saber, el largamente fantaseado
programa propio. El set era un panal de abejas, todo el mundo iba y venía sin
ton ni son, la improvisada banda ensayaba sus fanfarrias, los fotógrafos de
espectáculos esperaban impacientes que algo fallara, los carpinteros terminaban
de clavetear la escenografía y yo, contemplando aquel caos desde la ventana del
control maestro del Canal Once, me dedicaba a sudar y sudar. Faltaba poco menos
de una hora para salir al aire cuando Mabel, mi productora, se me acercó
haciendo danzar sus cabalísticos zapatos rojos y sus trencitas de colegiala, me
tomó de las manos y me dijo:
-Papacito, ¿puedes
bajar? Acaba de llegar el doctor la Huaca.
-¿Y qué quieres que
haga?, ¿reviento cohetes?.
-No seas así, mira
que lo hemos invitado a última hora y hasta ha venido con su esposa…
-¿Invitado?, ¿cómo
que invitado?, ¿para qué?
-Escúchame, tómalo
con calma, ¿ya?, pero…las gemelas ya no vienen.
-¿Qué, ¿cómo que no
vienen? Me cago echado, suspendamos todo entonces. A la mierda. Yo no salgo al
aire. Estás bien cojuda tú.
-¿Te puedes calmar,
huevón?, todo va a salir mostro, mira...
-¿Tú estás loca,
¿no?. Toda una semana anunciando los dos culos con que sueña el país entero… ¡y
tú quieres que debutemos con un churrupaco impresentable!.
-¡Es un candidato
presidencial!
-¡Qué candidato ni
qué ocho cuartos! ¡Ese es un pobre diablo que no pasa del cinco por ciento,
Mabel!, ¡no nos va a ver ni San Puta!
-Bueno, tú dime qué
hago entonces. Si no quieres, lo despacho, pues. Haces tú programa sin
entrevistado y se acabó.
-¿Se puede saber qué
carajo pasó? ¡Si hasta esta mañana las conejitas estaban confirmadas!.
-Estaba todo listo
pero, ya sabes, la orden es boicotearte como sea, parece que el gobierno mandó
a uno de sus ayayeros a robárnoslas.
-¿Fujimori nos roba
unas calatas de Playboy?, ¡hazme el
favor, ¿de qué me estás hablando?.
-Han mandado a un
emisario a contratarlas por un huevo de plata para que vayan a otro programa.
La condición fue que no vengan al nuestro y las muy putas aceptaron.
-Ahora sí que nos
cagaron vivos, ¿ah?.
-¡No nos cagaron
nada!, ¡el programa eres tú!, ¿entiendes?.
-Pero…¡ese candidato
de quinta!, ¿a quién se le ocurrió?, ¿por qué no me avisaron antes?,
¡hubiéramos buscado algo más decente!.
-Ay, papito,
conociéndote, si te lo decíamos más temprano seguro que agarrabas un avión y te
mandabas mudar.
Tienes razón, es un
chontril asqueroso, pero la esposa es regia y nadie la conoce. ¡Vacílate con
ellos, búrlate, diles lo que se te ocurra!, ¡que se canten algo, por último,
que te bailen, qué chucha!.
-¿Tenemos alguna
pepa, algo de información, por lo menos?.
-¡Por supuesto!. Los
chicos ya te tienen todo listo. Incluso les hemos preparado un par de sorpresas
que van a ser el cague de la risa. Vamos pues, para que los saludes, no seas
malagracia.
Bajamos. Apenas nos
vieron, todos los periodistas se acercaron en tropel a preguntar si ya podían
entrar al camerino a tomarles fotos a las Iraola. Les dijimos que aún no. Con
las manos en los bolsillos, el sujeto que sería el peor presidente de la
historia del Perú aguardaba apoyado en la pared hablándole al oído a esta
pelirroja imponente al lado de la cual, más que el esposo, parecía el
hombrecito del valet parking. Nadie
se había percatado de que estaban allí, confundido entre el público del
estudio. Nadie los empelotaba, prácticamente nadie los reconocía.
El doctor de la
Huaca me saludó con su estúpida sonrisita reverente y chupamedias, con esa
misma interesada efusividad con que te saludan los candidatos cuando es
temporada electoral y tú tienes un programa. Su aspecto era lamentable, el pantalón
del traje que llevaba puesto era bastante más largo que sus piernecillas y el
pringoso saco de grandes panqueques lo devoraban, lo hacían ver como un niño
enclenque que se hubiera puesto, jugando, la ropa del papá. Mientras me
abrazaba no pude evitar recibir de lleno en la cara una vaharada de ese tufo a
wísquiti-wísquiti que más tarde habría de convertirse en la infalible señal que
anunciaba su presencia. Esto va a ser una catástrofe, pensé. Pero su esposa
Julianne Park, en cambio, enfundada en aquel soberbio vestido rojo era poco
menos que la versión cuarentona de Jessica Rabbit. En el par de minutos que
duró el saludo protocolar, me pareció una mujer hermosa y seductora, radiante,
sutilmente sofisticada pero cálida y encantadora. ¿Quién hubiera sido brujo
para adivinar en qué mortífera culebra se iba a convertir unos meses después?.
Faltando apenas un
minuto para comenzar, una alteración perceptiva me aquejó, comencé a sentir que
todo a mi alrededor se movía en cámara lenta. Era como si el tiempo se hubiera
vuelto aceitoso y denso y no avanzara. Miré el monitor, unos absurdos gusanos
subterráneos terminaban de comerse vivo a todo el elenco de Tremors, la grotesca película que el
canal había programado para enganchar a la teleaudiencia desde temprano con mi
estreno oficial.
-Usté es lo máximo,
maestrazo. Ahora salga a matar nomás que ya después habrá tiempo de pensar en
las flores que he cogido en su jardín – me desahuevó el gran Melcochita en su
idioma indescifrable, contagiando su natural demencia a los timbales.
Me pregunté lo que
debe preguntarse un boxeador cara a la lona, mientras escucha el conteo de
protección: ¡estaba seguro de que iba a poder continuar?. Cinco, cuatro, tres,
dos, uno. ¡Aire! ¡Para-baram-pam-pam-pam1. Los suntuosos aires de Ima Súmac,
nuestra Ima Súmac, nuestra soprano nativa, terminaron de redondear la atmósfera
de irrealidad en aquella ruinosa estación de La Victoria alrededor de la cual
pululan siempre enjambres de choros berracos y paupérrimas putas. ¡Buenas
noches, Perú!. Escucho aplausos de los amigos y ovaciones de los parientes. No
estaría de más rezarle a la Cruz de Motupe, al Señor de Muruhuay y a su eterna
competencia: al Cristo Cautivo de Ayabaca. Showtime.
Allá voy, si no me caigo.
Sonreí, saludé, dije
un par de sandeces premeditadas. Presenté, con bombos y platillos, a mi
invitado-consuelo y solo logré que la concurrencia dejara escapar una
exhalación de desconsuelo. ¡Fiasco!, ¡mi plata! ¡Conejitas o muerte! –estaban a
punto de gritar. El doctor de la Huaca apareció rozagante y fresco como una
lechuga, estaba perfectamente peinado hacia atrás con gel y en camerinos lo
habían apanado con polvos cual si fueran a freírlo como un pejerrey. Tenía
puesto otro terno bastante a la medida que no sé de dónde le habría conseguido
nuestro abnegado staff como tampoco
sé –aunque si me esfuerzo, lo adivino- que habría hecho él para verse, en tan
pocos minutos, tan despierto, tan despabilado, con los ojos como faros y la
sonrisa llegándole a la nuca, sonriendo triunfador como si se hubiera vuelto a
ganar el boleto que, hacía ya bastante años, le había permitido abandonar esas
calles hediondas a tripas de pescado de Chimbote y realizar el sueño que luego,
durante su gobierno infame, soñarían a coro el noventa por ciento de los
peruanos: largarse tan pronto como posible del Perú. Que aquel borrachín
infausto saltara a la fama, ahora lo descubro, fue – en gran parte- culpa de
aquellas irresponsables conejitas de Playboy.
La hecatombe que vino después jamás nos hubiera ocurrido si aquella noche del
verano del 2000, las pizpiretas señoritas Iraola hubieran cumplido su palabra
de traer todas y cada una de sus protuberancias de exportación a nuestro
humilde programa.
Antes de comenzar la
entrevista, el doctor de la Huaca me mostró un triangulito de papel bulky repleto de anotaciones, ni más ni
menos que una servilleta de esas de fonda de carretera. Y como tratando de
convencerme de que, en efecto, yo tenía entre manos al entrevistado del año, me
dijo: “Estas son las encuestas que la dictadura no publica, compadre, mira, ya
estamos en nueve por ciento y vamos creciendo lento pero sostenido. Somos un
fenómeno que nadie se explica, compadre, es algo imparable, ya se ha prendido
la mecha, es una química de piel”. Pasándole por alto ese verso de plazuela y
ese compadreo que siempre resulta chinchoso cuando quien se llena la boca con él es un completo desconocido, le
advertí cordialmente que yo no aspiraba a hacerle una entrevista política y
que, por si acaso hiciera acopio de correa porque se le iba a cochinear y bien
rico. Mientras miraban al cholo y la gringa aparecer juntos por primera vez en
sus pantallas, millones de presuntos cholos se preguntaron: ¿Cómo hizo este
chontril para conseguirse esa gringaza?, al tiempo que millones de supuestos
gringos se formulaban la pregunta inversa: ¿Cómo una mujer tan guapa como
Julianne pudo haberse casado con un cholo tan feo como el doctor de la Huaca?.
Esto último fue justamente lo primero que yo –peruanito blanquiñoso- pregunté y
las carcajadas estallaron como rascapies. A la mínima pausa, al menor descuido,
el incásico aspirante al trono del conquistador se desbocaba en su cantaleta
proselitista y era entonces que – antes de que la sintonía se fuera al carajo
–había que apelar a las socorridas “sorpresas” que la producción preparaba con
tanto primor y que, casi siempre, terminaban siendo unos papelones infames.
La primera sorpresa
era un pobre prócer que se había hecho traer desde los quintos apurados con el
único mérito de haber sido compañero de carpeta del candidato. La investigación
previa permitiría determinar que el doctor de la Huaca había destacado siempre
en las matemáticas y que era conocido entre los alumnos porque gustaba de
organizar campeonatos aritméticos en los que se resolvían mentalmente
complicadas operaciones de multiplicación en las que él, por supuesto,
arrasaba. Nos han dicho que usted era un capo con los números y que siempre
ganaba en los concursos de su colegio –comencé a decirle como para dar pie a
que ingresara el fantasma de su pasado. Él me siguió la cuerda: oh, bueno, sí,
claro, caray, hombre, le tocaba un tema sensitivo, su colegio, era tan pobre,
cómo se emocionaba, recordar que jamás desayunaba y que se sentaba en un
ladrillo y que patatín patatán. De repente, un redoble de baterías y,
patapúfete: entra el viejo compañero de salón con los brazos extendidos y lo
abraza y lo estrecha y casi, casi lo amamanta- Y hete aquí que cunde la
confusión y el desconcierto porque aquella cara de sáquenme de aquí del tal
doctor de la Huaca no deja lugar para la duda: a aquel fulano roba cámara no lo
conoce ni en pelea de borrachos, no se parece a nadie que haya visto jamás en
su pintoresca vida, never in the life,
ni en el carnavalito, ni en yunsa, ni en el jala-pato. Para colmo de males,
insisto en lo de las olimpiadas de multiplicar y le pregunto cuánto es tanto
por tanto y como era de temerse o, más bien, de esperarse, se equivoca con
estrépito y los que después votaron en masa por él se ríen entre aplausos, y el
ridículo se extiende a grandes velocidades por el aire como el aroma a
fritangas de una mollejada pro fondos.
La segunda sorpresa,
como siempre, también es para el conductor. Entra una banda provinciana tocando
un huaylarsh estentóreo y triunfal y, de buenas a primeras, uno de los músicos
se acerca donde el doctor de la Huaca y lo invita a ponerse uno de los
característicos chalequitos bordados de espejitos y florones, solamente falta
que el citado germen de estadista se arranque con el zapateo furioso y
fenomenal que esa danza exige, pero no, lo que sigue es todavía más
inolvidable: le entregan un saxofón ‘extraordinario!, se lo lleva a boca, se
pone en pose, se lo acomoda, ¿va a tocar?, ¡esto es para no creerlo!, ¿va a
tocar?, ¡está tocando, señoras y señores!, ¡asistimos al nacimiento de un verdadero
Clinton del Ande!, ¡esto es algo sin precedente en la historia!, ¡no solamente
lustró zapatos y vendió periódicos, marcianos y tamales sino que, por si fuera
poco, toca el saxo!. El público ha entrado en éxtasis piel roja y ya el doctor
de la Huaca ensaya coreografías de big
band porque cuando tres tipos tocan saxo al mismo tiempo nadie se da cuenta
cuál de los tres es el que no está
sonando, pero… ¿está tocando de verdad?.
Aprovecho que
ninguna cámara me poncha y volteo a mirar a Mabel que me sonríe y alza el
pulgar y me guiña el ojo. Yo también le sonrío, solapa, como quien dice: “ya te
vi, sapaza, ya te vi”. ¿Está tocando de verdad?. Pero, por supuesto, lo que
está es tocándole el culo, al mismo tiempo, a veintitantos millones de peruanos
y lo más triste de todo es ese entusiasmo mortal con que –en el nombre de la
puta democracia- mentimos descaradamente para ayudarlo a que, en los años que
siguieron, se la empujara al país entero patitas al hombro todas la veces que
se le antojara y sin siquiera invitarnos al Café Voltaire a cenar.
Él no quiere
recordarlo y, la verdad es que yo tampoco, pero el doctor de la Huaca subió de
nueve a treinta puntos a la semana siguiente de aquel programa. Como los broadcasters del harem de Montesinos
tenían más que prohibido entrevistarlo, lo terminaron creando, del modo más
tarado –con aquellas tomas épicas en las que lucía su vincha apache- un aura
romántica de resistencia clandestina que lo hacía todavía más atractivo para el
público, nadie se perdía una sola de las escasas apariciones que hacía en la
televisión abierta. Ahora parecerá cuento, pero en aquel entonces, el doctor de
la Huaca se convirtió en una súbita estrella y lo empezaron a invitar al
programa una vez por semana, hasta por gusto, el objetivo era contrariar las
directivas oficiales y hacerle pichulitas al poder omnímodo, claro que sí, pero
también llevar el agua a nuestro molino, porque vaya que darle tribuna a los
apestados nos daba rating en
cantidad. Cuando la gente está podrida de un gobierno, nada te asegura mejor el
repunte en los índices de sintonía –y el consiguiente incremento en la
facturación publicitaria- que constituirse en la voz cantante de la más
implacable y furibunda oposición, a algunos canales incluso los salvó de una
quiebra segura. Invitar a un par de panzones a criticar al presidente en
tiempos de rabia general ocasiona casi el mismo suceso que poner un par de
bailarinas siliconeadas a bambolear las celulitis en primer plano ante tus
cámaras. Hay diferencias, claro, y son tres: Uno, si entrevistas políticos, la
gente alucina que eres culto y te respeta, como si para hacerlo necesitaras
algo más que poner esa cara de tener un mojón atrapado sin salida. Dos, los
candidatos, por lo menos allá de donde vengo, son, por regla general, más
horribles que la abstinencia. Las vedettes, también pero un poco menos. Tres,
las bataclanas no mienten tanto y, definitivamente, dicen muchas cojucedes. O
por lo menos, no esperan que las lleves al poder a cambio de haberlas dicho,
porque tienen claro que eso sería algo muy inmoral.
Algo muy extraño ocurrió luego de aquella
primera entrevista con el doctor de la Huaca, la gente en la calle me
mencionaba siempre como “el programa que hiciste con la gringa”. Lo que se
había grabado en la memoria de todos, lo que realmente llamaba la atención, la
cualidad más saltante del susodicho, parecía ser su esposa. Los analistas
políticos ensayaban sus primeras masturbaciones sobre aquel fenómeno que nadie
se explicaba y decían que, en efecto, su inmenso carisma llevaba a pensar que
era ella la candidata a la presidencia. Su éxito podía medirse en proporción
directamente a la virulencia de los ataques que, desesperada por desinflarla,
le dirigía la prensa chicha de Montesinos atribuyéndole, sin ningún empacho,
tempestuosos revolcones con los ciento veinte candidatos de su lista
parlamentaria, refiriéndose invariablemente a su marido como “el venadito” y a
ella con hiperbólicos apelativos que más parecían los títulos porno del cine
Colón: “la comelona”, “la insaciable”, “la saca-conejo”, “la licuadora”. En el
Perú, solo puedes decir que te has convertido en celebridad cuando los
periodistas-lumpen invierten en ti todo su stock, todas sus repugnantes
existencias de verde caca voladora. Julianne, entonces, había hecho ya los
méritos suficientes como para ser catapultada al rutilante firmamento de la
farándula electoral, así que el siguiente paso sería diseñarle un programa
entero a su medida, una hora completa en la que, cada detalle estuviera
fríamente calculado para propiciar su lucimiento. Se me ocurrió entonces la
idea de un programa concurso bastante farsesco que parodiara en el formato a
los de la Bozzo. Quiero ser Primera Dama
sería el título de aquella edición en la que sometimos a una pública prueba de
cultura peruana a las esposas de los cuatro principales candidatos que se
disputarían la presidencia con el Chino que, a la sazón, ya estaba divorciado.
Aparte del test de conocimientos, el match
incluiría un show de talentos en el
que las contrincantes demostrarían su preparación, su charm y su salero. Como puede verse, el asunto era una completa
idiotez, pero como trampolín funcionaba perfecto y se pintaba muy divertido
para la tribuna. Pocas cosas venden tanto como una bronca entre mujeres. Y no
era nada del otro mundo persuadir a nuestras invitadas para que vinieran.
Cuando la gente codicia el poder con tantísima angurria se le puede convencer
de que haga absolutamente cualquier cosa.
Y eso fue, ni más ni
menos, lo que hicimos. Convocamos a las esposas de los candidatos Sales,
Álvarez y Gastañeta Cossío que, por supuesto, vinieron corriendo más que
dispuestas a trenzarse con la extranjera. Ese, claro, parecía ser el punto
débil de Julianne; no era peruana sino una mezcolanza de árabe con sueca y con
israelita y hablaba igualito que Pepe Le Puf, el zorrillo de los dibujos
animados: dictaduga, cogupción, pog favog, señogues, cagambas. Desde que
aparecieron en escena, Julianne se llevó de encuentro a las otras en el reñido
rubro “aspecto personal”. La señora Álvarez era una tía más bien entradita en
carnes que se declaraba amante de sus nietos y de la jardinería; las proporciones
de mamá Pancha de la joven señora Gastañeta dejaban abierta la posibilidad de
que se hubiera dedicado alguna vez a la milenaria práctica del sumo, y la
estilizada y garbosa señora Sales parecía una actriz de telenovela nacional
interpretando, a tiempo completo, el clásico rol de pituca mala.
Las preguntas que
había preparado para el test de peruanidad eran bastante elementales: letras de
valsecitos, recetas de platos típicos, nada del otro jueves, nadie esperaba
tampoco que alguna de estas venerables damas fuera, pues, precisamente Simone
De Beavouir. Si mi memoria no falla –que es improbable- les pregunté una
estrofa de La Flor de la Canela, las diferencias entre dos potajes hechos a
base de menudencias: chanfainita y fritanguita, la cultura pre-inca a la que
pertenecía el Tumi, un cuchillo ceremonial que –se supone- es poco menos que un
símbolo de la patria. También les pedí saber no sé qué dato muy papaya sobre
una novela de Vargas Llosa y, por último, solicité también el significado de
unos cuántos peruanismos cuidadosamente seleccionados del famoso diccionario de
Martha Hildebrandt, entonces temible presidenta fujimorista del Congreso y una
de las mujeres más malditamente brillantes –y por ello más aborrecidas- del
Perú. Aquella noche, las buenas señoras aspirantes al cetro de First Lady resbalaron, ante los ojos de
todos, en historia, rodaron escaleras abajo en literatura y se desmondogaron
inexorablemente en cultura general. Pero la extranjera que había hecho el
servicio militar en el ejército árabe no fallaba una. No se podía creer lo
culturísima que era. Se las sabía todas esta exfuncionaria de la banca
internacional y se las sabía en cinco idiomas, además.
La tía fibrosa y
aguerrida (que practicaba tae-bo mientras las otras amas de casa probablemente
jugaban a la canasta y tomaban tecito con bizcotelas), tenía calor de carpeta
en abundancia, pero también cantidades de esquina. La suficiente como para
haber llegado una hora más temprano que las otras al canal a reunirse en
secreto con Mabel, con Eugenio –el hijo del dueño- y conmigo, con la finalidad
de convencernos –en el nombre de la puta democracia- de lo importante que era
el programa de aquella noche para el futuro presidente, que ella era el mástil
sobre el cual él se apoyaba y que, por eso, no podía darse el lujo de
tambalear. No tienes nada qué temer – le dije- son preguntas muy fáciles. Pero,
Beto, ten una cortesía con el equipo de casa, ¿por qué no le adelantas un par?
–me propuso Eugenio, guiñando traviesamente un ojo. ¿A qué cultura pertenece el
Tumi? –le pregunté. Cultura Chimú –respondió ella-. ¿Ya ves? –intervino Mabel
–qué van a poder tres cocineritas contra una antropóloga?. ¡Ya ganaste!. “No
les quiego ofendeg con los que les voy a pedig pego quisiega sabeg el guesto de
pgeguntas, necesito estag completamente seguga”. Eugenio y Mabel intercambiaban
levantadistas de cejas. Todavía titubeante, le solté una más, una que exigía
cierta erudición culinaria: aquella que inquiría si el ingrediente principal de
la chanfainita era el mondongo, el choncholí o la sangrecita. Me agagaste con
esa pgegunta. ¿Cómo podguía sabeg?. Yo
soy vegetaguiana –me trabajó al bobo más seductora que un reptil y, sin perder
un segundo, me puso la mano en el hombro y me suplicó la respuesta. Es la
opción C – le soplé. Ninguno de los tres tuvo que insistir demasiado para que,
al final de cuentas, yo terminara entregándole el cuestionario resuelto. Más
contenta que chola preñada de belga, se lo paporreteó en un dos por tres. Se
aprendió de memoria solamente las letritas: 1-C, 2-A, 3-B y así. Por eso fue
que, en varios momentos, respondió solo con letras porque ni siquiera se tomó
el trabajo de aprender las respuestas completas.
La arreglada puesta
en escena funcionó como un reloj. Julianne borró del mapa a sus rivales de un
modo avasallador, vibrante, espectacular. En el momento más Miss Universo de la
noche, preguntadas sobre lo que harían ante un eventual infidelidad a lo
Lewinsky, todas hablaron de la comprensión, el sacrificio y el perdón, todas
excepto Julianne Park que, esbozando la que luego sería su característica
sonrisa perversa de Cruella de Vil, fabricó unas tijeritas con los dedos y
dijo: “¿Yo? ¡Corto1”, desencadenando una atronadora ovación en la cacareada y
sobona corte de matronas que-esperanzadas en futuros nombramientos- la seguían,
día y noche, a todas partes cual si estuviera regalando panetones. Hacia los
instantes finales de aquella emisión, les concedimos un minuto por cabeza para
que se dirigieran a los televidentes y los convencieran, con sus palabras, de
votar por sus respectivos cónyugues. El broche de oro no pudo haberle salido
redondo a la astuta Julianne que, sin pedirle permiso a nadie, dejó
estupefactos a todos mandándose con la siguiente fervorosa y descolocadora
alocución: Perú llhta: ¡mañakuykikun yanapawanaykikuta presidensaman
chayanaykupah Yusulpaki!. Encima, haciendo gala de su enorme sentido del
espectáculo, remató con la cholísima apoteosis de un huaynito. No en vano, se
había acercado, toda coqueta, donde el maestro tecladista a preguntarle si se
sabía algún temita ayacuchano. Nuestro acomedido Charapa la había complacido
sobre el pucho y entonces ella, saboreando anteladamente una victoria que ya tenía
pues, recontra garantizada, incluso se animó a ensayar unos pícaros bailoteos
en torno al azorado Eugenio, que permanecía inmóvil y muerto de la risa. El
mismo Eugenio que, meses después, al escuchar en el cuartel general del doctor
de la Huaca en el Hotel Sheraton, el primer flash que lo anunciaba como virtual
presidente electo del Perú, correría frenético por los pasillos gritando:
“¡Ganamos!, ¡ganamos!”. Ganamos es mucha gente.
Cuando los créditos
finales del programa comenzaron a correr, Julianne infló los pechereques como
una pava y se bandereó exultante improvisando, en medio de los aplausos un
señorial paseíllo torero. “Se ha metido el país entero en el bolsillo”, pensé
aquella vez. Boca salada la mía porque cuatro años más tarde, las nunca investigadas
denuncias que la involucran, apuntan a confirmar que eso es lo único que ella y
su marido han venido haciendo desde entonces. Confieso que en aquel momento
mirándola ganar esa elección fraudulenta mientras me alucinaba algo así como el
gran estratega de campaña y creía que todo era cosa de juego, sentí mucha menos
vergüenza de ser parte de aquella farsa de la que siento ahora, mientras
contemplo, con impotencia como todos con dolor, esta jodida pudrición que no
termina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario