lunes, 2 de septiembre de 2013

Cómo convertir a un pobre diablo en Presidente


Nota del editor:
Beto Ortiz en su libro: Maldita Ternura (2004) nos relata -en un sabroso capítulo- cómo fue el inicio de su sueño del programa propio y de qué forma un canal de televisión (mejor dicho: un solo programa) le dio la mano a un candidato -que salió de la nada- hasta convertirse en presidente de una Nación. Los personajes son ficticios aunque fácilmente reconocibles. Lo paradójico es que una vez en la presidencia, el personaje aquel, persiguió al periodista, quien acabó laborando de cocinero en un restaurant de Estados Unidos. Gajes del Oficio. Aquí la crónica -que es una especie de mea culpa- redactada con fina ironía y que todo peruano tiene el derecho y deber de conocer.
(El artículo fue publicado en la revista OK Nº 144)




                          

                           Cómo convertir a un pobre diablo en Presidente


BETO ORTIZ


 
Era una noche que había estado esperando durante muchos años –durante treinta y dos para ser exactos- así que no era tan extraño que mi amistad ante la inminente llegada de las abracadabrantes gemelas Iraola, deseadísimas y peruanas conejitas Playboy del 2000, me hubiera obligado a cambiarme varias veces de camisa, gracias al amplio y colorido stock proporcionado por nuestra marca auspiciadora. Era la noche de debut de Beto A Saber, el largamente fantaseado programa propio. El set era un panal de abejas, todo el mundo iba y venía sin ton ni son, la improvisada banda ensayaba sus fanfarrias, los fotógrafos de espectáculos esperaban impacientes que algo fallara, los carpinteros terminaban de clavetear la escenografía y yo, contemplando aquel caos desde la ventana del control maestro del Canal Once, me dedicaba a sudar y sudar. Faltaba poco menos de una hora para salir al aire cuando Mabel, mi productora, se me acercó haciendo danzar sus cabalísticos zapatos rojos y sus trencitas de colegiala, me tomó de las manos y me dijo:
-Papacito, ¿puedes bajar? Acaba de llegar el doctor la Huaca.
-¿Y qué quieres que haga?, ¿reviento cohetes?.
-No seas así, mira que lo hemos invitado a última hora y hasta ha venido con su esposa…
-¿Invitado?, ¿cómo que invitado?, ¿para qué?
-Escúchame, tómalo con calma, ¿ya?, pero…las gemelas ya no vienen.
-¿Qué, ¿cómo que no vienen? Me cago echado, suspendamos todo entonces. A la mierda. Yo no salgo al aire. Estás bien cojuda tú.
-¿Te puedes calmar, huevón?, todo va a salir mostro, mira...
-¿Tú estás loca, ¿no?. Toda una semana anunciando los dos culos con que sueña el país entero… ¡y tú quieres que debutemos con un churrupaco impresentable!.
-¡Es un candidato presidencial!
-¡Qué candidato ni qué ocho cuartos! ¡Ese es un pobre diablo que no pasa del cinco por ciento, Mabel!, ¡no nos va a ver ni San Puta!
-Bueno, tú dime qué hago entonces. Si no quieres, lo despacho, pues. Haces tú programa sin entrevistado y se acabó.
-¿Se puede saber qué carajo pasó? ¡Si hasta esta mañana las conejitas estaban confirmadas!.
-Estaba todo listo pero, ya sabes, la orden es boicotearte como sea, parece que el gobierno mandó a uno de sus ayayeros a robárnoslas.
-¿Fujimori nos roba unas calatas de Playboy?, ¡hazme el favor, ¿de qué me estás hablando?.
-Han mandado a un emisario a contratarlas por un huevo de plata para que vayan a otro programa. La condición fue que no vengan al nuestro y las muy putas aceptaron.
-Ahora sí que nos cagaron vivos, ¿ah?.
-¡No nos cagaron nada!, ¡el programa eres tú!, ¿entiendes?.
-Pero…¡ese candidato de quinta!, ¿a quién se le ocurrió?, ¿por qué no me avisaron antes?, ¡hubiéramos buscado algo más decente!.
-Ay, papito, conociéndote, si te lo decíamos más temprano seguro que agarrabas un avión y te mandabas mudar.
Tienes razón, es un chontril asqueroso, pero la esposa es regia y nadie la conoce. ¡Vacílate con ellos, búrlate, diles lo que se te ocurra!, ¡que se canten algo, por último, que te bailen, qué chucha!.
-¿Tenemos alguna pepa, algo de información, por lo menos?.
-¡Por supuesto!. Los chicos ya te tienen todo listo. Incluso les hemos preparado un par de sorpresas que van a ser el cague de la risa. Vamos pues, para que los saludes, no seas malagracia.
Bajamos. Apenas nos vieron, todos los periodistas se acercaron en tropel a preguntar si ya podían entrar al camerino a tomarles fotos a las Iraola. Les dijimos que aún no. Con las manos en los bolsillos, el sujeto que sería el peor presidente de la historia del Perú aguardaba apoyado en la pared hablándole al oído a esta pelirroja imponente al lado de la cual, más que el esposo, parecía el hombrecito del valet parking. Nadie se había percatado de que estaban allí, confundido entre el público del estudio. Nadie los empelotaba, prácticamente nadie los reconocía.
El doctor de la Huaca me saludó con su estúpida sonrisita reverente y chupamedias, con esa misma interesada efusividad con que te saludan los candidatos cuando es temporada electoral y tú tienes un programa. Su aspecto era lamentable, el pantalón del traje que llevaba puesto era bastante más largo que sus piernecillas y el pringoso saco de grandes panqueques lo devoraban, lo hacían ver como un niño enclenque que se hubiera puesto, jugando, la ropa del papá. Mientras me abrazaba no pude evitar recibir de lleno en la cara una vaharada de ese tufo a wísquiti-wísquiti que más tarde habría de convertirse en la infalible señal que anunciaba su presencia. Esto va a ser una catástrofe, pensé. Pero su esposa Julianne Park, en cambio, enfundada en aquel soberbio vestido rojo era poco menos que la versión cuarentona de Jessica Rabbit. En el par de minutos que duró el saludo protocolar, me pareció una mujer hermosa y seductora, radiante, sutilmente sofisticada pero cálida y encantadora. ¿Quién hubiera sido brujo para adivinar en qué mortífera culebra se iba a convertir unos meses después?.
Faltando apenas un minuto para comenzar, una alteración perceptiva me aquejó, comencé a sentir que todo a mi alrededor se movía en cámara lenta. Era como si el tiempo se hubiera vuelto aceitoso y denso y no avanzara. Miré el monitor, unos absurdos gusanos subterráneos terminaban de comerse vivo a todo el elenco de Tremors, la grotesca película que el canal había programado para enganchar a la teleaudiencia desde temprano con mi estreno oficial.
-Usté es lo máximo, maestrazo. Ahora salga a matar nomás que ya después habrá tiempo de pensar en las flores que he cogido en su jardín – me desahuevó el gran Melcochita en su idioma indescifrable, contagiando su natural demencia a los timbales.
Me pregunté lo que debe preguntarse un boxeador cara a la lona, mientras escucha el conteo de protección: ¡estaba seguro de que iba a poder continuar?. Cinco, cuatro, tres, dos, uno. ¡Aire! ¡Para-baram-pam-pam-pam1. Los suntuosos aires de Ima Súmac, nuestra Ima Súmac, nuestra soprano nativa, terminaron de redondear la atmósfera de irrealidad en aquella ruinosa estación de La Victoria alrededor de la cual pululan siempre enjambres de choros berracos y paupérrimas putas. ¡Buenas noches, Perú!. Escucho aplausos de los amigos y ovaciones de los parientes. No estaría de más rezarle a la Cruz de Motupe, al Señor de Muruhuay y a su eterna competencia: al Cristo Cautivo de Ayabaca. Showtime. Allá voy, si no me caigo.
Sonreí, saludé, dije un par de sandeces premeditadas. Presenté, con bombos y platillos, a mi invitado-consuelo y solo logré que la concurrencia dejara escapar una exhalación de desconsuelo. ¡Fiasco!, ¡mi plata! ¡Conejitas o muerte! –estaban a punto de gritar. El doctor de la Huaca apareció rozagante y fresco como una lechuga, estaba perfectamente peinado hacia atrás con gel y en camerinos lo habían apanado con polvos cual si fueran a freírlo como un pejerrey. Tenía puesto otro terno bastante a la medida que no sé de dónde le habría conseguido nuestro abnegado staff como tampoco sé –aunque si me esfuerzo, lo adivino- que habría hecho él para verse, en tan pocos minutos, tan despierto, tan despabilado, con los ojos como faros y la sonrisa llegándole a la nuca, sonriendo triunfador como si se hubiera vuelto a ganar el boleto que, hacía ya bastante años, le había permitido abandonar esas calles hediondas a tripas de pescado de Chimbote y realizar el sueño que luego, durante su gobierno infame, soñarían a coro el noventa por ciento de los peruanos: largarse tan pronto como posible del Perú. Que aquel borrachín infausto saltara a la fama, ahora lo descubro, fue – en gran parte- culpa de aquellas irresponsables conejitas de Playboy. La hecatombe que vino después jamás nos hubiera ocurrido si aquella noche del verano del 2000, las pizpiretas señoritas Iraola hubieran cumplido su palabra de traer todas y cada una de sus protuberancias de exportación a nuestro humilde programa.
Antes de comenzar la entrevista, el doctor de la Huaca me mostró un triangulito de papel bulky repleto de anotaciones, ni más ni menos que una servilleta de esas de fonda de carretera. Y como tratando de convencerme de que, en efecto, yo tenía entre manos al entrevistado del año, me dijo: “Estas son las encuestas que la dictadura no publica, compadre, mira, ya estamos en nueve por ciento y vamos creciendo lento pero sostenido. Somos un fenómeno que nadie se explica, compadre, es algo imparable, ya se ha prendido la mecha, es una química de piel”. Pasándole por alto ese verso de plazuela y ese compadreo que siempre resulta chinchoso cuando quien se llena la  boca con él es un completo desconocido, le advertí cordialmente que yo no aspiraba a hacerle una entrevista política y que, por si acaso hiciera acopio de correa porque se le iba a cochinear y bien rico. Mientras miraban al cholo y la gringa aparecer juntos por primera vez en sus pantallas, millones de presuntos cholos se preguntaron: ¿Cómo hizo este chontril para conseguirse esa gringaza?, al tiempo que millones de supuestos gringos se formulaban la pregunta inversa: ¿Cómo una mujer tan guapa como Julianne pudo haberse casado con un cholo tan feo como el doctor de la Huaca?. Esto último fue justamente lo primero que yo –peruanito blanquiñoso- pregunté y las carcajadas estallaron como rascapies. A la mínima pausa, al menor descuido, el incásico aspirante al trono del conquistador se desbocaba en su cantaleta proselitista y era entonces que – antes de que la sintonía se fuera al carajo –había que apelar a las socorridas “sorpresas” que la producción preparaba con tanto primor y que, casi siempre, terminaban siendo unos papelones infames.
La primera sorpresa era un pobre prócer que se había hecho traer desde los quintos apurados con el único mérito de haber sido compañero de carpeta del candidato. La investigación previa permitiría determinar que el doctor de la Huaca había destacado siempre en las matemáticas y que era conocido entre los alumnos porque gustaba de organizar campeonatos aritméticos en los que se resolvían mentalmente complicadas operaciones de multiplicación en las que él, por supuesto, arrasaba. Nos han dicho que usted era un capo con los números y que siempre ganaba en los concursos de su colegio –comencé a decirle como para dar pie a que ingresara el fantasma de su pasado. Él me siguió la cuerda: oh, bueno, sí, claro, caray, hombre, le tocaba un tema sensitivo, su colegio, era tan pobre, cómo se emocionaba, recordar que jamás desayunaba y que se sentaba en un ladrillo y que patatín patatán. De repente, un redoble de baterías y, patapúfete: entra el viejo compañero de salón con los brazos extendidos y lo abraza y lo estrecha y casi, casi lo amamanta- Y hete aquí que cunde la confusión y el desconcierto porque aquella cara de sáquenme de aquí del tal doctor de la Huaca no deja lugar para la duda: a aquel fulano roba cámara no lo conoce ni en pelea de borrachos, no se parece a nadie que haya visto jamás en su pintoresca vida, never in the life, ni en el carnavalito, ni en yunsa, ni en el jala-pato. Para colmo de males, insisto en lo de las olimpiadas de multiplicar y le pregunto cuánto es tanto por tanto y como era de temerse o, más bien, de esperarse, se equivoca con estrépito y los que después votaron en masa por él se ríen entre aplausos, y el ridículo se extiende a grandes velocidades por el aire como el aroma a fritangas de una mollejada pro fondos.
La segunda sorpresa, como siempre, también es para el conductor. Entra una banda provinciana tocando un huaylarsh estentóreo y triunfal y, de buenas a primeras, uno de los músicos se acerca donde el doctor de la Huaca y lo invita a ponerse uno de los característicos chalequitos bordados de espejitos y florones, solamente falta que el citado germen de estadista se arranque con el zapateo furioso y fenomenal que esa danza exige, pero no, lo que sigue es todavía más inolvidable: le entregan un saxofón ‘extraordinario!, se lo lleva a boca, se pone en pose, se lo acomoda, ¿va a tocar?, ¡esto es para no creerlo!, ¿va a tocar?, ¡está tocando, señoras y señores!, ¡asistimos al nacimiento de un verdadero Clinton del Ande!, ¡esto es algo sin precedente en la historia!, ¡no solamente lustró zapatos y vendió periódicos, marcianos y tamales sino que, por si fuera poco, toca el saxo!. El público ha entrado en éxtasis piel roja y ya el doctor de la Huaca ensaya coreografías de big band porque cuando tres tipos tocan saxo al mismo tiempo nadie se da cuenta cuál de los tres es el que no está  sonando, pero… ¿está tocando de verdad?.
Aprovecho que ninguna cámara me poncha y volteo a mirar a Mabel que me sonríe y alza el pulgar y me guiña el ojo. Yo también le sonrío, solapa, como quien dice: “ya te vi, sapaza, ya te vi”. ¿Está tocando de verdad?. Pero, por supuesto, lo que está es tocándole el culo, al mismo tiempo, a veintitantos millones de peruanos y lo más triste de todo es ese entusiasmo mortal con que –en el nombre de la puta democracia- mentimos descaradamente para ayudarlo a que, en los años que siguieron, se la empujara al país entero patitas al hombro todas la veces que se le antojara y sin siquiera invitarnos al Café Voltaire a cenar.
Él no quiere recordarlo y, la verdad es que yo tampoco, pero el doctor de la Huaca subió de nueve a treinta puntos a la semana siguiente de aquel programa. Como los broadcasters del harem de Montesinos tenían más que prohibido entrevistarlo, lo terminaron creando, del modo más tarado –con aquellas tomas épicas en las que lucía su vincha apache- un aura romántica de resistencia clandestina que lo hacía todavía más atractivo para el público, nadie se perdía una sola de las escasas apariciones que hacía en la televisión abierta. Ahora parecerá cuento, pero en aquel entonces, el doctor de la Huaca se convirtió en una súbita estrella y lo empezaron a invitar al programa una vez por semana, hasta por gusto, el objetivo era contrariar las directivas oficiales y hacerle pichulitas al poder omnímodo, claro que sí, pero también llevar el agua a nuestro molino, porque vaya que darle tribuna a los apestados nos daba rating en cantidad. Cuando la gente está podrida de un gobierno, nada te asegura mejor el repunte en los índices de sintonía –y el consiguiente incremento en la facturación publicitaria- que constituirse en la voz cantante de la más implacable y furibunda oposición, a algunos canales incluso los salvó de una quiebra segura. Invitar a un par de panzones a criticar al presidente en tiempos de rabia general ocasiona casi el mismo suceso que poner un par de bailarinas siliconeadas a bambolear las celulitis en primer plano ante tus cámaras. Hay diferencias, claro, y son tres: Uno, si entrevistas políticos, la gente alucina que eres culto y te respeta, como si para hacerlo necesitaras algo más que poner esa cara de tener un mojón atrapado sin salida. Dos, los candidatos, por lo menos allá de donde vengo, son, por regla general, más horribles que la abstinencia. Las vedettes, también pero un poco menos. Tres, las bataclanas no mienten tanto y, definitivamente, dicen muchas cojucedes. O por lo menos, no esperan que las lleves al poder a cambio de haberlas dicho, porque tienen claro que eso sería algo muy inmoral.
 Algo muy extraño ocurrió luego de aquella primera entrevista con el doctor de la Huaca, la gente en la calle me mencionaba siempre como “el programa que hiciste con la gringa”. Lo que se había grabado en la memoria de todos, lo que realmente llamaba la atención, la cualidad más saltante del susodicho, parecía ser su esposa. Los analistas políticos ensayaban sus primeras masturbaciones sobre aquel fenómeno que nadie se explicaba y decían que, en efecto, su inmenso carisma llevaba a pensar que era ella la candidata a la presidencia. Su éxito podía medirse en proporción directamente a la virulencia de los ataques que, desesperada por desinflarla, le dirigía la prensa chicha de Montesinos atribuyéndole, sin ningún empacho, tempestuosos revolcones con los ciento veinte candidatos de su lista parlamentaria, refiriéndose invariablemente a su marido como “el venadito” y a ella con hiperbólicos apelativos que más parecían los títulos porno del cine Colón: “la comelona”, “la insaciable”, “la saca-conejo”, “la licuadora”. En el Perú, solo puedes decir que te has convertido en celebridad cuando los periodistas-lumpen invierten en ti todo su stock, todas sus repugnantes existencias de verde caca voladora. Julianne, entonces, había hecho ya los méritos suficientes como para ser catapultada al rutilante firmamento de la farándula electoral, así que el siguiente paso sería diseñarle un programa entero a su medida, una hora completa en la que, cada detalle estuviera fríamente calculado para propiciar su lucimiento. Se me ocurrió entonces la idea de un programa concurso bastante farsesco que parodiara en el formato a los de la Bozzo. Quiero ser Primera Dama sería el título de aquella edición en la que sometimos a una pública prueba de cultura peruana a las esposas de los cuatro principales candidatos que se disputarían la presidencia con el Chino que, a la sazón, ya estaba divorciado. Aparte del test de conocimientos, el match incluiría un show de talentos en el que las contrincantes demostrarían su preparación, su charm y su salero. Como puede verse, el asunto era una completa idiotez, pero como trampolín funcionaba perfecto y se pintaba muy divertido para la tribuna. Pocas cosas venden tanto como una bronca entre mujeres. Y no era nada del otro mundo persuadir a nuestras invitadas para que vinieran. Cuando la gente codicia el poder con tantísima angurria se le puede convencer de que haga absolutamente cualquier cosa.
Y eso fue, ni más ni menos, lo que hicimos. Convocamos a las esposas de los candidatos Sales, Álvarez y Gastañeta Cossío que, por supuesto, vinieron corriendo más que dispuestas a trenzarse con la extranjera. Ese, claro, parecía ser el punto débil de Julianne; no era peruana sino una mezcolanza de árabe con sueca y con israelita y hablaba igualito que Pepe Le Puf, el zorrillo de los dibujos animados: dictaduga, cogupción, pog favog, señogues, cagambas. Desde que aparecieron en escena, Julianne se llevó de encuentro a las otras en el reñido rubro “aspecto personal”. La señora Álvarez era una tía más bien entradita en carnes que se declaraba amante de sus nietos y de la jardinería; las proporciones de mamá Pancha de la joven señora Gastañeta dejaban abierta la posibilidad de que se hubiera dedicado alguna vez a la milenaria práctica del sumo, y la estilizada y garbosa señora Sales parecía una actriz de telenovela nacional interpretando, a tiempo completo, el clásico rol de pituca mala.
Las preguntas que había preparado para el test de peruanidad eran bastante elementales: letras de valsecitos, recetas de platos típicos, nada del otro jueves, nadie esperaba tampoco que alguna de estas venerables damas fuera, pues, precisamente Simone De Beavouir. Si mi memoria no falla –que es improbable- les pregunté una estrofa de La Flor de la Canela, las diferencias entre dos potajes hechos a base de menudencias: chanfainita y fritanguita, la cultura pre-inca a la que pertenecía el Tumi, un cuchillo ceremonial que –se supone- es poco menos que un símbolo de la patria. También les pedí saber no sé qué dato muy papaya sobre una novela de Vargas Llosa y, por último, solicité también el significado de unos cuántos peruanismos cuidadosamente seleccionados del famoso diccionario de Martha Hildebrandt, entonces temible presidenta fujimorista del Congreso y una de las mujeres más malditamente brillantes –y por ello más aborrecidas- del Perú. Aquella noche, las buenas señoras aspirantes al cetro de First Lady resbalaron, ante los ojos de todos, en historia, rodaron escaleras abajo en literatura y se desmondogaron inexorablemente en cultura general. Pero la extranjera que había hecho el servicio militar en el ejército árabe no fallaba una. No se podía creer lo culturísima que era. Se las sabía todas esta exfuncionaria de la banca internacional y se las sabía en cinco idiomas, además.
La tía fibrosa y aguerrida (que practicaba tae-bo mientras las otras amas de casa probablemente jugaban a la canasta y tomaban tecito con bizcotelas), tenía calor de carpeta en abundancia, pero también cantidades de esquina. La suficiente como para haber llegado una hora más temprano que las otras al canal a reunirse en secreto con Mabel, con Eugenio –el hijo del dueño- y conmigo, con la finalidad de convencernos –en el nombre de la puta democracia- de lo importante que era el programa de aquella noche para el futuro presidente, que ella era el mástil sobre el cual él se apoyaba y que, por eso, no podía darse el lujo de tambalear. No tienes nada qué temer – le dije- son preguntas muy fáciles. Pero, Beto, ten una cortesía con el equipo de casa, ¿por qué no le adelantas un par? –me propuso Eugenio, guiñando traviesamente un ojo. ¿A qué cultura pertenece el Tumi? –le pregunté. Cultura Chimú –respondió ella-. ¿Ya ves? –intervino Mabel –qué van a poder tres cocineritas contra una antropóloga?. ¡Ya ganaste!. “No les quiego ofendeg con los que les voy a pedig pego quisiega sabeg el guesto de pgeguntas, necesito estag completamente seguga”. Eugenio y Mabel intercambiaban levantadistas de cejas. Todavía titubeante, le solté una más, una que exigía cierta erudición culinaria: aquella que inquiría si el ingrediente principal de la chanfainita era el mondongo, el choncholí o la sangrecita. Me agagaste con esa  pgegunta. ¿Cómo podguía sabeg?. Yo soy vegetaguiana –me trabajó al bobo más seductora que un reptil y, sin perder un segundo, me puso la mano en el hombro y me suplicó la respuesta. Es la opción C – le soplé. Ninguno de los tres tuvo que insistir demasiado para que, al final de cuentas, yo terminara entregándole el cuestionario resuelto. Más contenta que chola preñada de belga, se lo paporreteó en un dos por tres. Se aprendió de memoria solamente las letritas: 1-C, 2-A, 3-B y así. Por eso fue que, en varios momentos, respondió solo con letras porque ni siquiera se tomó el trabajo de aprender las respuestas completas.
La arreglada puesta en escena funcionó como un reloj. Julianne borró del mapa a sus rivales de un modo avasallador, vibrante, espectacular. En el momento más Miss Universo de la noche, preguntadas sobre lo que harían ante un eventual infidelidad a lo Lewinsky, todas hablaron de la comprensión, el sacrificio y el perdón, todas excepto Julianne Park que, esbozando la que luego sería su característica sonrisa perversa de Cruella de Vil, fabricó unas tijeritas con los dedos y dijo: “¿Yo? ¡Corto1”, desencadenando una atronadora ovación en la cacareada y sobona corte de matronas que-esperanzadas en futuros nombramientos- la seguían, día y noche, a todas partes cual si estuviera regalando panetones. Hacia los instantes finales de aquella emisión, les concedimos un minuto por cabeza para que se dirigieran a los televidentes y los convencieran, con sus palabras, de votar por sus respectivos cónyugues. El broche de oro no pudo haberle salido redondo a la astuta Julianne que, sin pedirle permiso a nadie, dejó estupefactos a todos mandándose con la siguiente fervorosa y descolocadora alocución: Perú llhta: ¡mañakuykikun yanapawanaykikuta presidensaman chayanaykupah Yusulpaki!. Encima, haciendo gala de su enorme sentido del espectáculo, remató con la cholísima apoteosis de un huaynito. No en vano, se había acercado, toda coqueta, donde el maestro tecladista a preguntarle si se sabía algún temita ayacuchano. Nuestro acomedido Charapa la había complacido sobre el pucho y entonces ella, saboreando anteladamente una victoria que ya tenía pues, recontra garantizada, incluso se animó a ensayar unos pícaros bailoteos en torno al azorado Eugenio, que permanecía inmóvil y muerto de la risa. El mismo Eugenio que, meses después, al escuchar en el cuartel general del doctor de la Huaca en el Hotel Sheraton, el primer flash que lo anunciaba como virtual presidente electo del Perú, correría frenético por los pasillos gritando: “¡Ganamos!, ¡ganamos!”. Ganamos es mucha gente.
Cuando los créditos finales del programa comenzaron a correr, Julianne infló los pechereques como una pava y se bandereó exultante improvisando, en medio de los aplausos un señorial paseíllo torero. “Se ha metido el país entero en el bolsillo”, pensé aquella vez. Boca salada la mía porque cuatro años más tarde, las nunca investigadas denuncias que la involucran, apuntan a confirmar que eso es lo único que ella y su marido han venido haciendo desde entonces. Confieso que en aquel momento mirándola ganar esa elección fraudulenta mientras me alucinaba algo así como el gran estratega de campaña y creía que todo era cosa de juego, sentí mucha menos vergüenza de ser parte de aquella farsa de la que siento ahora, mientras contemplo, con impotencia como todos con dolor, esta jodida pudrición que no termina.